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El reloj que eligió el camino: una historia real misteriosa en la montaña

El reloj que eligió el camino: una historia real misteriosa en la montaña
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A veces la realidad se rompe un instante…

Hay historias que parecen sacadas de la imaginación, pero que ocurrieron exactamente como se cuentan. Historias que no necesitan adornos porque ya en sí mismas desafían lo conocido. Esta es una historia real misteriosa en la montaña, y aunque algunos puedan dudar de ella, yo estuve ahí. La viví.

Y aún hoy, muchos años después, sigo recordando ese sonido. Una alarma. Un tic-tac. Un mensaje claro en medio del bosque.


La expedición al Pico Humboldt: cinco días hacia la aventura

Fue hace mucho, en mis años de universidad. Yo era parte del club de excursionismo, y como parte de nuestras actividades, emprendimos una salida hacia uno de los gigantes de Venezuela: el Pico Humboldt, en Mérida.

Todo transcurrió como se esperaba. Tres días de ascenso exigente, cargando mochilas, cruzando paisajes de selva húmeda de montaña, páramo y sierra;  atravesando silencio y niebla. El cuarto día coronamos la cima, agotados pero orgullosos. Y el quinto día descendimos, haciendo en una sola jornada todo el trayecto que habíamos subido en tres.

Un descenso así puede parecer fácil, pero el cansancio acumulado, la altura y la presión del tiempo hacen que todo esté al filo. Y fue justamente en ese descenso cuando ocurrió lo extraordinario.


La encrucijada: donde el bosque guarda silencio y espera

Faltaba poco para llegar al puesto de guardaparques, cuando me encontré con una bifurcación. Un punto olvidado entre árboles altos y raíces expuestas, cubierto por la luz tenue de la tarde. Allí el sendero se dividía en dos rutas completamente opuestas:

  • Una a la izquierda, que llevaba hacia un pueblo lejano para la hora y a pie, imposible de alcanzar antes de la noche.
  • Otra a la derecha, el verdadero camino hacia el puesto del guardaparques.

En el cruce había un cartel, clavado en un tronco. Pero no servía de mucho: estaba flojo, giraba con el viento, moviéndose sin señalar nada con certeza. Un caminante sin experiencia podría haberse perdido. De no ser porque recordaba bien ese punto del ascenso, yo también habría dudado.

Eran las cuatro y media de la tarde. El sol comenzaba a filtrarse con dorado entre los árboles. Crucé hacia la derecha, al sendero correcto, y llegué al puesto de guardaparques. y a las cinco y media yo era el segundo en llegar.


El reloj perdido… y una decisión que nadie entendió

Al quitarme la mochila, noté que ya no tenía el reloj en la muñeca. Era un reloj sencillo (mi noble Casio F91), pero valioso para mí. Era el que marcaba nuestros tiempos, nuestras pausas, nuestras alarmas. No dudé.

Les dije a mis compañeros:
—Voy a buscarlo. Se me ha debido caer en algún punto del camino.

Me miraron con sorpresa. Ya estábamos a salvo, y anochecía. ¿Subir otra vez la montaña por un reloj?

Pero no necesitaba permiso. Dejé mi mochila allí mismo, y sin más, emprendí el regreso cuesta arriba. Sentía que no debía dejarlo atrás.


El ascenso solitario… y el encuentro

Subí durante unos 30 minutos. El bosque se volvía más oscuro con cada paso, y el sonido de mis pisadas era lo único que me acompañaba. En el camino, me crucé con dos compañeros que bajaban. Les conté mi misión y siguieron su marcha con algo de incredulidad.

Unos 20 minutos después, me crucé con Evimar. Venía bajando también.

—¿A dónde vas? —me preguntó, sorprendida.

—Perdí mi reloj. Creo que se me cayó por aquí, vengo a buscarlo. Quizá esté entre la maleza.

Entonces, con una expresión entre seria y asombrada, sacó algo de su bolsillo.

—¿No será este?

Era mi reloj.

Y lo que me dijo después… me dejó congelado.


El misterio: cuando el reloj habló

—Lo que te voy a contar no me lo vas a creer —me dijo.

Me explicó que, al llegar a la misma encrucijada del cartel suelto, no sabía qué dirección tomar. Dudó. Miró ambos caminos. El cartel no ayudaba. Y optó por tomar el de la izquierda: el camino incorrecto.

Había avanzado apenas unos tres metros cuando ocurrió algo extraño:
escuchó una alarma sonar.

Era un sonido claro, artificial, fuera del murmullo natural del bosque. Una alarma digital.

Era la alarma de las 5 p.m. de mi reloj.

Se detuvo. Se dio vuelta. Volvió a la bifurcación y esta vez tomó el otro camino, el de la derecha.

Y fue ahí, entre la maleza del camino correcto, donde encontró el reloj… sonando.


¿Coincidencia? ¿Destino? ¿Algo más?

El reloj no había sonado en todo el día. Ni durante la subida ni en el refugio. Pero justo a las 5:00 p.m., en ese punto exacto, en esa encrucijada crucial, comenzó a sonar. Y le indicó a Evimar cuál era el camino correcto.

No tengo forma racional de explicar esto. No recuerdo por qué le programé esa alarma. Ni siquiera sabía que estaba activa. Pero en ese momento, el reloj eligió sonar. Y gracias a eso, evitó que Evimar se perdiera en la montaña al anochecer.


Lección aprendida en la montaña

Regresamos juntos al puesto de guardaparques, en silencio. Yo con el reloj en la mano, ella con la historia en el alma. Ambos sabíamos que habíamos presenciado algo… diferente.

Esta no es una historia de milagros, ni de supersticiones. Es una historia real misteriosa en la montaña. Una de esas vivencias que no entran en los libros de ciencia, pero que se graban profundamente en quienes las viven.

Desde ese día, aprendí a no subestimar las pequeñas señales. A escuchar. A detenerme. Porque a veces, lo que parece un simple objeto, puede tener un papel más grande que el que jamás imaginaríamos.

 

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